Dentro del baúl estaban todas las herramientas, mazos, cinceles y barrenos quedaron guardados.
En sus incisivos bordes aún había rastros de la roca recién trepanada, masa fría y seca que dará aspecto final a la esclava. Las formas están en papel, que todo lo aguanta y no discute trazo alguno sobre él.
El impávido rostro de la morena modelo es castigado por el viento que barre el altiplano. Está encadenada a la costumbre de servir, al sacrificio de complacer, a la obligación de ser poseída. No hubo elección, pregunta, ni camino alterno que le permitan rehuir aquel destino.
Ahora posa maquillada, cual dama española y vistiendo lujosos trajes de seda, antes pertenecientes Doña Elena Bebián y Gálvez, a quien sirve desde que tiene memoria.
Bajo la pesada vestimenta oculta una figura perfecta y bronceada que, en las noches, alimenta la voracidad del señor de la casa, esposo de doña Elena. Rizados los cabellos, largo cuello, labios encarnados y las apetecibles turgencias de la morena, daban bienvenida –además- a los exigentes invitados de la Bebián, famosa por los fastuosos agasajos a sus convidados, algunos de los que venían desde Lima, La Paz, Charcas e incluso desde Buenos Aires.
Vano sería detallar aquellos festines. Las varias servidoras de Doña Elena se ocupaban de los nobles y los fornidos pajes de las damas. La bula papal, de algunas décadas atrás; que le daba una nueva condición al indígena americano, hizo también que los ibéricos le viesen apto para ciertas actividades más gratas.
De cualquier manera, los favores de la morena más especial de la hacienda, se daban únicamente a los nobles de mayor rango o a quienes pudiesen pagar un alto precio en oro para poseerla por algunas horas.
La sombra resalta aun más sus grandes y bellos ojos color azabache. Su figura parece perfecta para atraparla en el tiempo y mostrarla a quienes vengan, critiquen y comprendan la razón de su tortuoso presidio.
Hoy, varios siglos más tarde, ella sigue allí, donde la dejara el sombrío artista. No tiene ya la mirada que refleja su pesar, su piel palideció cediendo a los embates de la lluvia y viento. Aun ostenta, muy elegante, las polleras de seda que antaño se levantaban sin ruegos para complacer a quien pudiese comprar su pudor.
Solitaria en su labor y sometida por su atroz destino, invoca la imagen de las doncellas de Caria, con las que comparte nefasto sino.
Ya no llora, no sufre, ni gime… logró ahogar sus gritos. Hoy remeda la sonrisa de Monalisa, incongruente con su entorno y posición. Ha degradado su fastuosa figura a la de un muy especial adorno, pero cuya presencia es prescindible.
Hoy, no es nadie… ni nada.
En sus incisivos bordes aún había rastros de la roca recién trepanada, masa fría y seca que dará aspecto final a la esclava. Las formas están en papel, que todo lo aguanta y no discute trazo alguno sobre él.
El impávido rostro de la morena modelo es castigado por el viento que barre el altiplano. Está encadenada a la costumbre de servir, al sacrificio de complacer, a la obligación de ser poseída. No hubo elección, pregunta, ni camino alterno que le permitan rehuir aquel destino.
Ahora posa maquillada, cual dama española y vistiendo lujosos trajes de seda, antes pertenecientes Doña Elena Bebián y Gálvez, a quien sirve desde que tiene memoria.
Bajo la pesada vestimenta oculta una figura perfecta y bronceada que, en las noches, alimenta la voracidad del señor de la casa, esposo de doña Elena. Rizados los cabellos, largo cuello, labios encarnados y las apetecibles turgencias de la morena, daban bienvenida –además- a los exigentes invitados de la Bebián, famosa por los fastuosos agasajos a sus convidados, algunos de los que venían desde Lima, La Paz, Charcas e incluso desde Buenos Aires.
Vano sería detallar aquellos festines. Las varias servidoras de Doña Elena se ocupaban de los nobles y los fornidos pajes de las damas. La bula papal, de algunas décadas atrás; que le daba una nueva condición al indígena americano, hizo también que los ibéricos le viesen apto para ciertas actividades más gratas.
De cualquier manera, los favores de la morena más especial de la hacienda, se daban únicamente a los nobles de mayor rango o a quienes pudiesen pagar un alto precio en oro para poseerla por algunas horas.
La sombra resalta aun más sus grandes y bellos ojos color azabache. Su figura parece perfecta para atraparla en el tiempo y mostrarla a quienes vengan, critiquen y comprendan la razón de su tortuoso presidio.
Hoy, varios siglos más tarde, ella sigue allí, donde la dejara el sombrío artista. No tiene ya la mirada que refleja su pesar, su piel palideció cediendo a los embates de la lluvia y viento. Aun ostenta, muy elegante, las polleras de seda que antaño se levantaban sin ruegos para complacer a quien pudiese comprar su pudor.
Solitaria en su labor y sometida por su atroz destino, invoca la imagen de las doncellas de Caria, con las que comparte nefasto sino.
Ya no llora, no sufre, ni gime… logró ahogar sus gritos. Hoy remeda la sonrisa de Monalisa, incongruente con su entorno y posición. Ha degradado su fastuosa figura a la de un muy especial adorno, pero cuya presencia es prescindible.
Hoy, no es nadie… ni nada.
(*) Iglesia de San Lorenzo, Potosí 1548, tallados s. XVIII. Photo by: Errante © 2005